Cuando en el centro papelero la libreta descubrió a José Maldonado buscar
entre docenas de modelos, y ver a las mismas siendo desechadas una y otra vez, presintió que el hombre buscaba algo muy especial,
y no era fácil de hallar.
Esto era cierto. Por tanto, se emocionó al recordar las míticas señales
que, entre los objetos de escritura encuadernados, se han transmitidos entre ellos desde remotos tiempos, y que les han señalado:
“... si hombre o mujer, invierten su vida en elegir dónde escribir, la suerte llegará a ti... podrías ser tú, feliz
guardiana de las maneras de vivir...”.
Cuando se percató de esto, la libreta anunció la noticia a las hojas que
guardaba sus pastas duras.
“¡Es él, no hay duda; nosotros pertenecemos a José!”.
Entre las hojas blancas hubo un gran alborozo.
Sus mentes echaron a volar su imaginación al pensar la clase de ideas, momentos
de vida, trazos, oraciones inspiradas, poemas, historias o anécdotas guardarían en tinta, carbón o colores los dibujos o escritos
realizados por el autor...
Fue entonces cuando... ¡sorpresivamente José tomó la libreta y... la compró
al tendero para llevársela consigo!
Así, día a día, la hoja blanca remembraba este pasaje de su vida cada vez
que miraba a José entrar al despacho ubicado en un apartado rincón de su casa donde era difícil que los sonidos de la ciudad
llegaran a entrar, y donde tenía su escritorio personal.
Entonces, tanto lápices de carbón y colores, espátulas, finas tintas y bolígrafos
que estaban sobre el mueble de madera, animaban a la hoja blanca separada de la libreta que seguía uniendo a sus amigas, a
que no perdiera la esperanza de que un día, José, la tomara de entre una pila de antiguos papeles de colores que tenían la
peculiaridad de que todas estaban limpias de trazos, y ¡ser ella la elegida donde se escribiría una canción o dibujar sobre
ella un sueño!
No obstante, la hoja debía ser paciente, pues así como ella, aguardaban
su turno más de un centenar de pliegos de diferentes tamaños, pero colores y texturas distintos.
No había una hoja igual.
Mientras tanto, José, día con día, al llegar a ese apartado rincón de la
casa, tomaba la libreta de pastas duras y dedicaba unos 40 minutos a la escritura en las hojas blancas.
Así pasaron los años, y llegó el momento en que las hojas de ese diario
personal se agotaron.
Todas y cada una de ellas presumían una anécdota, pasajes de encuentros
amorosos de José, confesiones divertidas y otras solemnes; había dibujados sueños, paisajes y ¡muchos gatos! Siempre gatos
con muchos trazos, cientos de ellos.
Para entonces, José ya había cambiado.
Sus sienes estaban tachonadas de cabellos color plata, no obstante el brillo
de sus ojos seguía intacto.
En la memoria de la hoja blanca que fue separada de la libreta de pastas
duras vibraba ese recuerdo, pero también el inexplicable acto de separación cuando fue literalmente arrancada de entre sus
compañeras para luego ser apilada en un rincón con otras hojas donde acumulaban polvo - no obstante José, las protegía
dentro de un fólder laminado para así evitar que el calor y la humedad las envejeciera.
Al día siguiente sin embargo, ocurrió
el milagro, José entró, como todas las noches a su despacho de trabajo.
En el escritorio y los estantes, libreros y gavetas se experimentaba gran
algarabía.
Era generada, ni más ni menos que, por los antiguos diarios personales
meticulosamente guardados.
Sabían ellos, que, al haberse agotado la noche anterior el espacio para
escribir en él último diario, José estaba obligado a llevar otra elección de libreta donde escribir.
Sin embargo, José llegó con las manos vacías.
El hombre se situó al centro de la oficina, mientras permitía ser visto
por los objetos que para cualquier ojo humano eran inanimados, y entonces... ¡habló para ellos!:
“A partir de hoy, escribiré sobre ustedes. Agradeceré a la tinta
por perdonar el mal uso que hice al tachar una oración que no me complacía, y con ello, romper la ilusión de que una de sus
gotas pudiera haber pertenecido a una idea brillante; formara parte de un paisaje o con ella creara el inicio de un poema.
“De los libros que me rodean, escribiré lo importante que han sido
para mi la transmisión de sus conocimientos y sabiduría.
“Y así, para cada unos de ustedes, mis amigos, habrá un espacio;
es el momento”.
En ese instante, tinteros y lápices, bolígrafos, gomas para borrar, pinceles,
tintes de óleo y acrílico, acuarelas y carboncillos, pasteles y disolventes encerrados en tubos, cajas o frascos especiales,
además de, ¡si!, los diarios personales de José, se estremecieron de felicidad.
Pero... “¿en qué escribiría o pintaría
José?”, se preguntaban todos, si no había en qué escribir.
Respondiendo a esta pregunta que jamás fue pronunciada, José tomó el fólder
laminado entre sus manos. Lo abrió y extrajo todas las hojas de colores y diferentes tamaños que estaban nuevos y algunas
hasta lustrosas a pesar de llevar años encerradas.
Tomó por fin entre sus dedos a la hoja blanca, la única de entre más de
un centenar que refulgían otros colores, matices, grosores y texturas, y comenzó a hacer algo que nadie, ninguno de los presentes
(ya hemos dicho que los únicos eran libros y objetos), pudieron explicarse viendo a José uniendo por sus extremos con hilo
todas las hojas que tenía guardadas, hasta formar una nueva libreta.
Las cosió y armó con ellas nada menos que su nuevo diario. Y la primera
página estaba engalanada con ¡la reluciente hoja blanca!
¡Claro! En la aparente ausencia se encierra el todo.
José – y repito, dada la importancia de este hecho -, había
decidió crear su propia libreta para unir con todas ella el mejor, el único y más importante diario personal, y al cual decidió
nombrar...: “Sereno”.
Tenía el mismo nombre con el cual su gato fue conocido por más de 20 años.
Y en memoria de éste, había determinado José realizar y redactar.
¿Por qué razón?
Para que éste guardara sus más importantes logros como fotógrafo, pintor,
escritor y creador; siempre auxiliado con la serenidad que ofrece la experiencia que un hombre puede desarrollar cuando está
en la plenitud de su vida.
La hoja blanca, por tanto, se consideraba la más de las importantes hojas
de todos los diarios personales que José había escrito.
Y muchos de éstos se lo hicieron saber en el momento en que el autor comenzó
a dibujar sobre la superficie blanca el rostro de “Sereno”, y finalizado- tras hacer tan sólo 9 trazos de
tinta, como el número de vidas de un felino – una oración que en la que se lee: “En homenaje póstumo a un amigo
leal y cariñoso que enriqueció con su atención a mi vida, la más importante etapa de ellas: la serenidad”.